martes, 17 de diciembre de 2013

El de la camiseta roja.


Ayer fue el día del uno entre un millón. Había una posibilidad entre un millón de que quisieras hablar y empezaras tú. Había una posibilidad entre un millón de que pasara todo lo que pasó ayer y aún tiemblo si lo pienso.

"No tenía que tratarte mal. Tú no te lo mereces. Es que me parece muy injusto. Cada uno es responsable de sus actos. Ahora querrá volver a entrar porque se aburre o yo qué sé sabiendo que tú vas a estar mal. Y me voy a cenar que me cabreo. No, contigo no. Tú no tienes culpa. Te quiero. Intenta no estar mal."

FLIPÉ. Aún lo hago. Porque no esperaba tanto cariño de golpe. Toda esa sensibilidad. Que alguien como él se parara a pensar en cómo me voy a sentir yo. Que se ofreciera a dar la cara por mí: "Que si quieres le digo que es por mí, eh. Que no quiero meterle yo." Después sentí que al pedírselo a pesar de su predisposición a no hacerlo, le estaba haciendo sentir mal. Cuando le daba las gracias por tratarme así, me hacía callar. 

Me sentí protegida. Con Alicia por la otra línea que me hacía reír con sus amenazas y dobles sentidos gatunos. Me sentí bien. Impresionada, halagada y abrumada por una demostración de cariño que no esperaba. 

Después, un recuerdo que duele. En el metro de tu ciudad. Es tarde y llevas una camiseta roja de la selección española de baloncesto. Dices que cuando vengas a Barcelona te echarás en cara al impresentable de mi vecino. Yo me niego en rotundo y tú insistes. Antes de lo de ayer, aquella fue la última vez que me sentí así de protegida. Aunque en realidad tú nunca fueras a venir a Barcelona, aunque ya no seas aquel que decía eso, tan serio. Aunque ya no me quieras como me quería ese niño de la camiseta roja.

Perdona si me cuesta creer que quieras hablar.




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